My interactive CV. María Concepción Pomar Rosselló

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Un pequeño relato de vampiros. Por María Concepción Pomar Rosselló y Daniel Ángel Sastre Fullana

Ahora que se acerca Halloween, Dan me ha desafiado a escribir un relato convirtiéndole a él en vampiro, ¡y que fuera más bueno que la saga Crepúsculo! :D Este es el resultado, he intentado ser original. Dedicado como siempre a mi Dan. Espero que os guste, gracias por leer.

UPDATE: ¡Dan ha hecho algunas notables aportaciones al relato! Estarán en azul oscuro. También dice que necesita banda sonora, y ha elegido "Waiting For You", de la BSO de Silent Hill.


Un pequeño relato de vampiros


Por lo general, uno se imagina a los vampiros como seres macabros de la era victoriana, seductores pero temibles, peligrosos y sobre todo solitarios, melancólicos, malditos por su mala suerte, marcados por el día de su infección. El problema viene cuando te encuentras con un vampiro de verdad y se pasa el día riendo, haciendo chistes, llevando una vida normal. En ese momento es cuando bajas la guardia y ofreces el cuello, confiado. Eso es lo que me sucedió a mí.

En los tiempos de la crisis, logré al fin, tras mucho buscar y desesperar, ser admitida en un puesto de trabajo. Atrás dejaba unos padres enfermos, muy pobres y muy mayores para entrar de interna al servicio de una casa señorial. Mis funciones eran muy simples pero de exigencia constante: limpieza regular, cocinar cuando se requería, al igual que ir a por los recados, y encargarme de la educación privada de dos niños de nueve y doce años que habían resultado muy problemáticos en todas las escuelas a las que habían asistido y para los que los padres optaban ahora por pagar un caro y completo programa de homeschooling. Había logrado superar la primera entrevista entre otras muchas candidatas gracias a dos curiosos requerimientos básicos: ser católica y estar entrada en carnes, pues había mucho trabajo y mis jefes no querían contratar a mujeres que no pudieran aguantarlo. Me pareció una manera extraña de ver las cosas, pero en mi situación solo podía dar gracias por cumplir con ambas exigencias, que en otros contextos me habían valido problemas y escarnios. También pedían uniforme y limpiar el suelo de rodillas, a la antigua usanza.

La pareja que me contrató era de edad indeterminada, tal vez unos cincuenta años bien conservados. Ambos eran exquisitamente educados, y se percibía una fuerte y serena conexión entre ellos. Sentían una gran pasión por las antigüedades, la historia y sobre todo los valores y cultura antiguos. Se podrían haber clasificado como de “la vieja España”, la de cada domingo a misa sin faltar, solo que con un toque un tanto irreal, más basados en ideales fantásticos que en hechos fehacientes. Sin embargo, con el patrimonio que poseían podían permitirse el lujo de vivir y pensar como quisieran, con lo que acepté sus ligeras excentricidades como algo normal en su clase social. 

En los primeros días, mi ama muy amablemente me señaló con detalle cómo quería que cada pequeña parte de la casa fuese limpiada y ordenada. A pesar de su trato educado, se expresaba como una mujer exigente y un tanto inflexible, con lo que no escatimé en esfuerzos en tenerla contenta, ansiosa por no fastidiarla ahora que por fin iba a poder aportar un ingreso decente a mi casa.

Los niños en cambio sentían una pasión desmesurada por todo lo tecnológico. Era una batalla constante arrancarles del ordenador y del móvil para hacerles centrarse en cualquier materia, con lo que busqué mucha información sobre formas alternativas de hacerles aprender, aterrorizada de que si no obtenían buenos resultados académicos gracias a mis tutorías de nuevo peligrara mi trabajo. Por lo demás, aparte de los normales desplantes de los niños a esa edad, no eran especialmente de trato difícil, habiendo adquirido el mismo nivel de educación que sus excelsos progenitores. No tardé en cogerles cariño, a pesar de lo cansada que andaba cada día, y tomarme el objetivo de hacer que mejoraran en la escuela como algo personal.

La pareja tenía un tercer hijo, de unos treinta años, que aún vivía con ellos y que era un auténtico bombón a punto de derretirse. Nada más verle decidí dirigirle lo justo la palabra, pues lo último que quería eran problemas.

Los primeros años fueron difíciles. Aparte de la continua y demandante actividad de trabajo desde que me levantaba hasta el ocaso, por las noches me acosaba la continua preocupación por la salud de mis padres, que no me dejaba dormir. Mis jefes eran una familia muy cordial, sus interacciones eran siempre pacíficas y educadas, y eso me hacía sentir ansiosa e internamente muy deprimida, pues temía que ellos en algún momento descubrieran que yo no provenía de tan tranquilas aguas ni lucía tan buen talante. Mis padres habían discutido mucho durante mi infancia a causa de la pobreza y la mala salud, y debido a eso las pesadillas me acosaban cada noche. Pero por las mañanas, al limpiarme la cara con agua fría, me exigía a mí misma que en el momento en que me pusiera ese uniforme, impecablemente planchado, iba a controlar la turbulencia interna de mis emociones y estar a la altura. Me aferré como a un clavo ardiendo a la disciplina y a la inmediatez de una tarea tras otra hasta acabar el día y logré controlarme bastante bien. Ellos, si en algún momento me percibían más emocionalmente cansada, jamás me lo señalaron ni lo hicieron notar, y si tenía que llorar lo hacía en silencio por las noches.

Era difícil sin embargo comportarse normalmente con el hermano mayor. Trabajaba de turno de noche, y cuando más le veía (entre la vorágine de actividades) era en sus días libres, en los que disfrutaba de ver películas, fumar tabaco de liar y robarle la videoconsola a sus hermanos. También le gustaba leer y escribir. Siempre estaba con la sonrisa en la boca y era el más chistoso de los cinco, el más bromista. En muchas ocasiones, mientras limpiaba me llegaba su voz grave desde el salón bromeando con sus padres sobre política, economía o sociedad, haciéndome sonreír. Al igual que ellos, tenía un marcado carácter fantástico, nostálgico de tiempos pasados, en su mente idealizados. Sin embargo, hablaba con mucho criterio. A pesar de ello, era un hombre solitario y no se le veía nunca por la casa con ninguna chica. Como el resto de la familia, parecía feliz en su mundo, ligeramente distante de la realidad.

-Esta casa parece de otra época, ¿verdad?

Alcé los ojos para contestarle y lo vi. En esa ocasión en que yo estaba, la frente sudada, los niños haciendo los deberes en sus habitaciones, limpiando de rodillas el suelo de mármol de la lujosa biblioteca. Reposaba su cara sobre una mano, con un libro de Stieg Larsson abierto frente a él (recomendado sin duda por la señora, quien sentía verdadera pasión por el autor), su mirada oscura fija en mí, chistosa, amable, como la sonrisa un tanto socarrona que me dirigía. Me pregunté por cuánto tiempo llevaba observándome en silencio trastear con la cera contra las baldosas. Volví de nuevo la vista al suelo al segundo, agradecida de la excusa de la limpieza, rogando que por favor no se percatara, gracias a mi actividad, que me acababa de sonrojar. Sin embargo, saqué fuerzas de flaqueza y también sonreí. Si el señor quería conversación, la tendría.

-¡La verdad es que sí! –respondí sin apartar la mirada del suelo. El sonido del antiguo carillón perfectamente calibrado marcaba el silencio entre nuestras palabras, como el latido de un enorme y solemne corazón fuera del tiempo, junto con el frusfrus de la falda de mi uniforme frotándose contra el mármol ya encerado y el cepillo masajeando las baldosas, ahora ligeramente más rápido que antes.

-Te has adaptado muy bien. Y los mequetrefes van sacando muy buenas notas.

De nuevo, el sonido retumbante, marcado, del carillón. Yo empezaba a sudar más.

-No es difícil. Responden muy bien si das con la metodología correcta.

-Yo también era así a su edad. No soportaba la escuela. Tengo envidia de que ellos no tengan que pasar por eso, y yo sí. Sin embargo, logré sobrevivir a todo ello sin aprender mucho. ¡Buenos tiempos!

Soltó una risotada. Volví a sonreir sin dejar de limpiar y de mirar al suelo. En esa baldosa siempre queda la misma mancha, pensaba. No hay quien la quite.

¿Y ahora qué le digo…?

-La escuela puede llegar a ser muy dura. Yo tampoco lo pasé muy bien allí.

Bajada total de guardia. Acababa de soltar algo que en realidad no quería decir. Empecé a sentirme irritada de que él me pusiera tan nerviosa. Tic-toc, tic-toc. ¿Estaría mirándome todavía? Seguí limpiando, conté hasta quince en mi cabeza y alcé furtivamente la vista. Él volvía a estar enfrascado en la lectura. Seguí limpiando. Pronto terminaría esa sala, y volvería a las habitaciones de los niños a ayudarles a corregir los deberes. Al cabo de un rato, me tranquilicé.

-Te has defendido muy bien para acabar siendo tutora, en ese caso.

Nuevo vuelco en las vísceras. Pero ya había terminado. Me alcé del suelo un tanto trabajosamente y le miré a la cara, pues lo contrario no habría sido educado.

-Es el esfuerzo. Todo se consigue con esfuerzo.

Y entonces cometí el error de perder mi mirada en esos ojos enormes del color del chocolate fundido que se clavaban en los míos, brillantes, insondables. Unos ojos que no sabía por qué pero me recordaban al sol, a la luna, a las estrellas, a la paz de un monasterio y a fuentes, fuentes rebosantes de dulces de canela y hojaldre y cacao. Y entonces le dirigí una pequeña inclinación de la cabeza y salí.

Allí estábamos los dos, en la biblioteca trasera, yo más distraído por la novela que de costumbre, y ella, de rodillas, fregando el suelo con sus manos suaves y delicadas. Se detuvo un segundo para secar su frente de sudor con el dorso de la mano derecha y de nuevo volvió a lustrar las baldosas de la habitación. 

Tras un primer vistazo hacia ella, había decidido no darle importancia y volver a mi literatura. Y de pronto me distraje, por su presencia, por el aroma que desprendía, en realidad no un aroma común sino uno que solo nosotros podemos percibir en los mortales. Y allí estábamos, ella trabajando, tratando de ignorar mi presencia y yo distraído por la suya, enfrascado en sueños raros al contemplarla.

Alargué una de mis piernas, arrastrándola levemente por el suelo, y me recliné hacia atrás sujetando el libro con una única mano. De nuevo mis ojos inquietos se distraían hacia ella y su característico olor, mi olfato impregnado por su aroma peculiar. 

Deliberadamente, y a pesar de que el libro era de todo menos de risa, solté una carcajada. 

-¡Me parto con estos personajes!

La chica se sobresaltó y por poco tumba el cubo de agua con jabón. Se puso de pie y se secó las manos, un tanto temblorosas, en el delantal. 

-Disculpe, me ha asustado con esa risotada, señor. 

-Discúlpame por mis modales demasiado desenfadados, María. Es solo que... este es un buen libro, deberías leerlo. ¿Te gusta este autor?

-No lo conozco, aunque suelo leer otras cosas.

-¿Por ejemplo?

-Gramática, historia... la educación de sus hermanos no me da tiempo a más. 

 De nuevo escudada tras el trabajo. Me daban ganas de quebrar ese escudo y ver qué se escondía más allá. Aunque su abnegación, su dedicación obcecada al deber resultaban interesantes, poco comunes en los tiempos actuales. Dibujé una sonrisa en mis labios como desafiándola a abrirse, y ella apartó la vista al instante de mí y volvió a su quehacer. Se percibían tan claramente... sus ganas de marcharse de allí corriendo sin alzar la cabeza, sin dirigirme la palabra y sin plantearse mirar atrás. Pero no lo hizo. En vez de eso, acabó la zona que estaba limpiando y se desplazó a una esquina ligeramente alejada de la biblioteca, y de nuevo friega que te friega. Era enternecedor. 

Y mientras se desplazaba contemplé la estela de calor que su cuerpo dejaba tras de sí, visible solo para nosotros, parecida a la estela de un cometa que es solo una motita humilde de polvo y sin embargo cruza de luz, por un breve instante, toda la crudeza del oscuro cielo nocturno. Y de nuevo ese aroma que desprendía, que traía a mi mente recuerdos de tantos años atrás, tal vez de aquella mujer que estuvo con mi tatarabuelo aquellas apasionantes semanas, o de la amiga de mi abuelo a la que jamás pudo confiar su secreto. El aroma de una mujer que tomaba con regularidad la Comunión, fresco y desafiante. 

Era aquella chiquilla la que despertaba esos recuerdos en mí, por virtud de la cognición heredada, los recuerdos transmitidos in utero que pertenecían a mis ancestros y ahora campaban en mi carne. Por su aroma a sangre caliente y cristiana, corriendo alterada por la calidez de sus curvas mientras trataba de mantener su imagen de impersonal frialdad, ¡inútil esfuerzo! Aquella chica, la más fría y atormentada que habíamos tenido en la casa, tenía algo especial. 

Por unos segundos me quedé contemplando su estela y, tras esta difuminarse, volví a la lectura, hasta que ella recogió sus bártulos de limpieza, se despidió de mí con un movimiento de cabeza y salió, reacia como siempre a conversar, a abrirse. Cerré el libro de golpe y lo volví a depositar en su hueco en el estante. Con la mano todavía posada sobre el lomo del libro, mi mirada se perdía en la infinidad de libros que me contemplaban en silencio, familiares. Y pensaba. Ella tiene que ser una más de nuestra familia, pensaba. Me la imaginaba, en la soledad de su estancia, rezando antes de dormir, planchando su uniforme, llamando a sus padres, duchándose. Dejando siempre ese reguero fresco de aroma a ser vivo y vibrante en todas las habitaciones, la pureza de su olor retadoramente católico, tras su paso. Ella, esta mujer tiene que querer abrirse a mí. 

Está decidido. Pasará el tiempo, en algún momento se derrumbará y entonces...

Desde ese día él me movía conversación cuando coincidía en alguna sala conmigo, para mi gran desespero. De forma a veces socarrona, a veces más inquisitiva, me hablaba del tiempo, de libros, de series de la televisión, de las películas que había visto, del último videojuego al que estaba jugando, siempre de guerreros, históricos, de horror o ciencia ficción. Me pedía por la salud de mis padres, por mi opinión sobre tal o cual tema político, por si conocía tal o cual personaje de la historia. A veces, en los días en los que me sentía fuerte, le respondía de forma cordial y amable, y en otras perdía la paciencia y le rehuía de forma bastante explícita, taciturna. Los niños empezaron a reírse cuando nos veían juntos, y eso me daba pavor. Por las noches no podía dormir, imaginando que le confrontaba y le ponía las cosas claras. Yo había venido allí para trabajar, ¿sí? No para perder el tiempo. Pero por supuesto jamás hacía eso, y de hecho si en algún momento coincidíamos juntos y él no me decía nada sentía un dolor en la boca del estómago. ¿Y si dejaba de hablarme? Y cuando me daba ese pavor le movía conversación yo, ansiosa de que me respondiera. Jamás me ignoró, como siempre educado, solícito, socarrón y exquisito. Y de hecho parecía que le divertían esas pequeñas victorias, ese vaivén de timidez, y acercamientos y alejamientos, ese mal humor intermitente que gastaba con él, casi grosero.

A cada segundo que pasaba temía más que sus padres se dieran cuenta y me llamasen la atención, o directamente me despidieran. Yo estaba convencida de que estaba claro a vista de todos que estaba colada hasta los huesos por el joven señor, y eso me provocaba muchas lágrimas en la inquietud de mis noches. Sin embargo, mis miedos no se cumplían. La casa estaba al gusto de la señora, los niños mejoraban en su aprendizaje e incluso empezaban a interesarse por la lectura, y mis jefes parecían estar cada vez más contentos y agradecidos. Y entonces empecé a percatarme que a veces me observaban inmóviles, en silencio, hasta los niños, perdidos en extraños pensamientos, al igual que había hecho él aquella primera mañana en la biblioteca.

Jamás se me hubiera ocurrido que me resultara tan difícil hacerme con el resto de las personas.

Sin embargo, mientras hubiera órdenes y las cumpliera con exactitud, estaba salvada. O eso pensaba. No podían decir nada de mi trabajo. E incluso si a veces no pecaba del todo de simpática, corría a satisfacer cualquiera de sus peticiones con eficacia y prontitud. Me daba igual el dolor en las rodillas, o en la espalda, o el cansancio permanente, o los momentos en los que los niños se negaban a obedecer y estudiar. Sin embargo, esos súbitos silencios observándome, presididos por la presencia de él -¿por qué diablos no se independizaba de una vez? ¡Claro! ¡Con esa casa cualquiera se va!-, alguna sonrisa o incluso risita furtiva, compartida entre ellos… ¿o eran imaginaciones mías? Me estaban volviendo completamente loca.

Todo ello empezó a deprimirme y mi rendimiento en el trabajo comenzó a bajar. Cada vez me costaba más contener las lágrimas. Me sentía espantosamente sola. En alguna ocasión, la señora me pidió con amabilidad si me encontraba bien, pues se me veía muy pálida. Yo le respondía que seguía muy preocupada por la salud de mis padres, lo cual también era verdad. Y en otro momento histórico el señor me obligó a parar un momento, tomarme un whisky (que, cómo no, me sirvió, entre risotadas, el mismo joven señorito, que como siempre andaba por ahí) y bailar un vals con él allí en mitad del salón, coreado por las palmadas de la señora. Ese día he de admitir que me reí.

Y así pasaron cinco años. A pesar de mi atormentado cerebro, la familia cada vez me consideraba una más. Confiaban más en mí y en mi trabajo, e incluso me urgían a que me relajara un poco. Yo empezaba a quererles, y eso me daba miedo. Me estaba acostumbrando a ese lugar fuera del tiempo, marcado profundamente por la fantasía; ese pequeño universo alternativo que constituía la gran mansión, que ya me conocía al dedillo y que parecía agradecer mis cuidados, y sus habitantes, que tan extraños y tan fascinantes me resultaban. Cuando salía en mis días libres con alguna de mis pocas amigas, el mundo exterior era el que me resultaba ahora lejano, con sus bares, sus discotecas, sus normas sociales. Me estaba transformando en una pieza más de aquella casa.

Y entonces llegó el día en que me convertí en vampiro. 

Al final de la jornada de trabajo, a eso de las diez de la noche, me llamó la señora al salón. Acudí inmediatamente y me encontré con las luces apagadas. De pronto, ¡zas! Alguien encendió las luces y allí estaban ellos, sosteniendo una enorme tarta de goloso chocolate entre las manos, sonriéndome y gritando, “¡sorpresa!”. En ese momento no supe qué decir y me empezaron a caer las lágrimas por las mejillas. Pero entonces me percaté que faltaba él, y sentí en el estómago una punzada de decepción y tristeza.

-Los niños han sacado una de las notas más altas de la academia –me dijo la señora sonriente-. Hemos pensado que teníamos que darte las gracias por todo.

-¡Enhorabuena, chicos! –les dije entre lágrimas y sonrisas, aunque seguía doliéndome la ausencia de él como un mordisco apretado atenazándome el pecho-. Siempre he pensado que sois los mejores. Ahora lo sabéis vosotros también, y el resto del mundo.

Los niños gritaban de gozo. “¡Somos los mejores de la escuela!”. Entre todos habían atestado toda una mesa de cosas deliciosas, preparadas por el señor de la casa, que era un magnífico cocinero. Tanto el señor como la señora me dieron un gran y sentido abrazo, lo cual prácticamente me fundió. Me sentaron en la mesa y el señor me sirvió un cóctel de aperitivo. Entonces me comentaron que su hijo mayor estaba ocupado en unos asuntos pero que también me enviaba la enhorabuena y las gracias por todo mi trabajo con la casa y sus hermanos menores. Recibí el anuncio con agradecimiento y un sabor triste en la boca, tratando sin embargo de disimular. Cenamos copiosamente y la conversación fue agradable. Yo ya me había acostumbrado a tratar de forma más informal y espontánea con los señores. Los niños nos recitaron un cuento de horror que habían escrito entre los dos, pues ambos afirmaban que habían decidido convertirse en grandes escritores, y contemplarlos a ambos gesticular y pelearse en mitad de la recitación fue para partirse de la risa. Después de la cena, los niños se retiraron a sus habitaciones a jugar un rato antes de dormir y me quedé con los dos señores hablando de los nuevos planes que tenían referentes a la educación de sus hijos, pidiéndome consejo sobre qué hacer a partir de ese momento. Les orienté sobre ese tema tan bien como sabía. Al cabo de un buen rato de agradable charla, más contentos y vivaces de lo habitual, me comentaron entre sonrisas que se prepararían para salir y celebrarlo en un pequeño bar cercano del que eran habituales, y yo me despedí de ellos deseándoles una buena noche hasta la mañana siguiente.

Acabé agotada y feliz de la cena, satisfecha de la comida y de la compañía, y de haber logrado cumplir tan bien con el trabajo que esa hermosa familia estaba tan agradecida por el fruto de mis esfuerzos. Estaba ya en mi habitación con el uniforme en el vestidor, comentándole a mis padres por teléfono la fiesta que me acababan de hacer y cómo me hubiera gustado que ellos hubieran estado también, cuando oí la campanilla del comedor sonar insistentemente.

Me pareció de lo más extraño. Con la señora, en esa enorme mansión, nos comunicábamos por lo general por WhatsApp, pero en ocasiones especiales le gustaba llamarme con una campanilla dorada que pendía con un cordón de una esquina del comedor. Revisé el WhatsApp y no había nada. Se suponía que habían salido. Sin embargo, mientras dudaba volví a escuchar la campanilla. ¿Se habían dejado algo? Además, después de una cena tan informal, prácticamente familiar, parecía fuera de lugar llamarme de esa manera. Un tanto fastidiada, volví a ponerme el uniforme y procedí a cruzar la casa hasta que llegué al salón.

Estaba a oscuras. No había nadie allí. Entré sin encender la luz solamente para llegar hasta la campanilla y revisarla, convencida de que habían sido imaginaciones mías o en todo caso algún fantasma que andaba por allí aburrido. Y al desplazarme vi que la televisión estaba encendida. ¿La habíamos encendido durante la velada? No tenía recuerdo de ello… encendí finalmente la luz para buscar el mando y apagarla, y volver de nuevo a descansar a mi pieza.

Y entonces le vi.

Estaba sentado en el sofá, en silencio frente a la televisión, vuelto hacia mí con la misma sonrisa socarrona de siempre, cigarro de liar a medio fumar en un cenicero frente a él, humeante. Nada más verle así, con los señores fuera y los niños en el piso de arriba en sus habitaciones, me entró una apremiante sensación de peligro. Estábamos solos.

-¡Señor! ¿Me habéis llamado vos?

-No he podido estar en la fiesta. –Se alzó del sofá, sin dejar de mirarme-. Aunque sí que he podido probar un poco de la tarta que ha sobrado. ¡Toda una delicia!

-¿Me necesitáis para algo? –Yo quería salir de esa habitación lo antes posible.

-Yo también quiero celebrarlo y darte las gracias por tu trabajo. No puedo ofrecer mucho, pero podríamos ver una película juntos, ¿te apetece?

Hice ademán de salir de allí sin contestarle, alarmada y con el corazón a mil. Ya con la mano en la puerta, exclamó:

-No olvides que yo también soy tu jefe cuando mis padres no están. Acércate.

Su voz grave resonaba entre la oscuridad y el silencio de la noche. Sentía el cerebro nublado por el champán que habíamos bebido durante la cena y no me sentía segura, pero sabía que no podía largarme así como así de allí e ignorarle. Lo que decía era verdad. Con movimientos lentos me volví de nuevo para observarle. Él se rió.

-¡Tienes la cara blanca del susto! Tranquila, es solo una película y un sofá.

Fue como lo dijo que pareció que un relámpago de calor me cruzara de parte a parte. Todas las áreas de mi cerebro dominadas por mi sentido común me gritaban que eso era una muy mala idea. Pero yo ya había vuelto a cometer el mismo error de fijar mi vista en sus ojos, y me sentía a punto de desmayar. Finalmente, con mucha solemnidad, me acerqué en silencio al sofá y me senté, en la media luz, a su lado.

Él no dijo nada, pero tampoco perdió el tiempo. Pasó su brazo sobre mis hombros e, inclinándose sobre mí, empezó a besarme, larga y lentamente. Sus labios, su lengua sabían a la tarta de chocolate. Todos los restos de mi razón murieron ahogados bajo aquella irresistible agonía de placer. Sentía su respiración acariciarme suavemente contra las mejillas, entrecortada. En algún momento fugaz, se me cruzó por el cerebro la idea de que no podía creerme mi suerte. Al cabo de un rato la cosa se calmó, sonrió de nuevo y tomó el mando del DVD con su otra mano, sin dejar de envolverme los hombros con su otro brazo.

-Vamos a ver una que me gusta mucho, ¿te parece? Drácula, de Bram Stocker. ¡Es un clásico! ¿Te gustan las pelis de vampiros?

-Sí, ¿por qué no? –Yo estaba tonta perdida.

Vimos un trozo de la película, allí sentados en el sofá, con la misma naturalidad como si hubiéramos sido novios de toda la vida. Bueno, en realidad él miraba la película y yo le miraba a él. Sus expresiones, sus sonrisas, me parecían algo de otro mundo.

-¡Fíjate qué exagerado! –Se reía él-. ¡Con toda esa sangre que les cae por la cara! Nosotros, cuando comemos, no babeamos de ese modo.

Yo le reía los chistes, ansiosa de los momentos en los que volvía a besarme. Jamás me había sentido tan feliz.

-Dime una cosa –me dijo sin mirarme, sus ojos fijos en la película-. ¿Tú crees en los vampiros? ¿Cómo crees que serían hoy en día?

Estaba acostumbrada a ese tipo de preguntas extrañas por parte de ellos, más relacionadas con la fantasía que con la realidad. Entre eso y el atontamiento, no le di importancia e intenté responderle de una forma que sonara lúcida.

-Creo que serían como las personas normales. Tendrían mucha capacidad de adaptación a los tiempos que corren, serían especialistas en adaptarse. Sin cosas como los ajos, o los espejos.

-¡Qué interesante respuesta! ¿Pero crees que vivirían para siempre?

-Seguro que sí.

Él me inspiraba un aire de atemporalidad tal que me daban ganas de dejar volar la imaginación con él, obviando la diferencia real de nuestras clases sociales que nos separaban.

-¿Y a ti te gustaría vivir para siempre?

Y sus ojos centelleaban bajo la luz del televisor, y su sonrisa un tanto lobuna desprendía tanta luz que parecía que toda ella estaba hecha de luz de estrellas, unidas entre ellas por puentes de insondable oscuridad. Y yo me sentía al fin libre de contemplarle en la gloria de su hermosura. Jamás había visto nada tan bello en todos los días de mi vida como ese hombre misterioso sentado al lado mío, cercano, riéndose, abrazándome, besándome.

-Este momento, ciertamente desearía que durase para siempre.

Y entonces él volvió a besarme, y mientras lo hacía tomó mi mano y empezó a besarla también. Y yo cerré los ojos sin que nada me importara ya, y entonces lo sentí.

Un pinchazo agudo, en mi muñeca, como la mordedura de los dientes finos de un gato. Abrí los ojos y él me estaba mordiendo, sus ojos cerrados de placer. La zona empezó a cosquillear, seguidamente a calentarse mucho y finalmente a enfriarse como si le hubieran aplicado una menta fuerte.

Y entonces sentí como si mi cerebro se nublara con una sensación de eternidad atronadora, incapaz de aprehender. Todo desapareció menos él y yo, sentados en ese sofá, ante la televisión en marcha, y en ese instante supe que íbamos a estar juntos para siempre. Cuando apartó sus labios de mi mano, apenas había marca. Le miré de forma interrogante, como rogándole con la mirada que me explicara qué estaba pasando. Pero él ya estaba apartando mis cabellos del cuello y repitió su beso agresivo directamente sobre mi garganta. De nuevo el hormigueo, el calor, el frío, la sensación de completa atemporalidad gozosa…

No me acuerdo de qué pasó después. Tengo ciertos recuerdos, o tal vez sean imaginaciones, de que me comentaba suavemente de qué forma había pasado a verme, con el tiempo, de una simple criada a algo mucho más cercano. Mas cuando se me pasó la dulzura de tal ensoñación me desperté en mi pieza, acostada como siempre, en mis horarios habituales para empezar el trabajo. ¿Lo había soñado todo? Y, sin embargo, en mi muñeca y en la garganta podía apreciar unas minúsculas marcas. ¿Me las había hecho yo misma, en el transcurso de mi alucinación? ¿Y de qué manera?

Aturdida, sobrepuesta por la realidad que se colaba con la luz del sol por la ventana, me levanté y me dispuse a ponerme el uniforme. Sin embargo, no estaba allí. En su lugar había un sobrio vestido totalmente negro. Alarmada, revisé el WhatsApp. Tenía un mensaje de la señora.

“Buenos días María. Ya no eres nuestra criada. Hemos decidido entre todos que ahora eres parte de nuestra familia. Por favor baja a hablar con nosotros cuando despiertes”.

Sin entender nada, me puse el vestido negro y bajé al salón, con las piernas un tanto temblorosas, sin saber qué me iba a encontrar. Allí estaban todos los miembros de la familia, sonrientes, dándome los buenos días. Y allí estaba también él, que me saludó con un beso como la cosa más normal del mundo. Yo estaba que no sabía dónde meterme.

-María, tenemos que hablar. Hemos buscado una chica nueva para la limpieza. Queremos que tú te dediques exclusivamente a la tutorización de los niños. Dan nos ha dicho que os habéis prometido para casaros, ¿para cuándo queréis la boda?

-¡Cuando ustedes digan…! –respondí con un hilo de voz.

Todos rieron. Con el tiempo, lo supe. Ellos eran vampiros, y yo ahora lo era también. Vampiros que podían andar tranquilamente bajo la luz del sol, que comían comida normal, que aderezaban las patatas con ajo e iban a misa todos los domingos. Vampiros, todos ellos con un pasado, todos ellos se habían encontrado y habían formado una familia. ¿Y qué les distinguía de las personas normales? Que eran eternos.

Dan y yo nos casamos por la iglesia, con tres curas oficiando la misa. Al cabo de dos años renovamos los votos. Jamás tuvimos hijos. Tenemos la casa llena de espejos. Nos volvemos mayores, y algún día nuestros cuerpos tal vez morirán. Llevamos una vida normal cuidando celosamente de nuestra familia. No bebemos sangre, pero sí sabemos morder cuando nos atacan, y mordemos fuerte. No diré que nadie se da cuenta; hay personas que perciben esa oscuridad en nuestro interior, esa oscuridad que nos hace eternos porque nos hemos atrevido a pasar juntos por nuestro lado tenebroso, inhóspito, de nuestras experiencias y nuestros miedos. Pero no necesitamos a esas personas en nuestras vidas. No necesitamos nada, ya no. Tenemos a nuestra familia, y junto con ella vivimos en fantástica unión, de forma misteriosa, por toda la eternidad.

Y así es como me convertí en vampiro. O tal vez ya lo era desde el principio.


FIN